Hace más de dos décadas me regalaron una casa. No era su mejor momento la verdad,
aún estaba en obras, los ladrillos no estaban bien cementados, la humedad bastante
palpable y el olor no era del todo agradable. Pero era un regalo y aunque, todavía no lo
sabía, sería mi hogar para el resto de mi vida.
En aquel desorden yo no conseguía ver con claridad, pero recuerdo que tuve el mejor
equipo de construcción; ellos, además de edificar, me dieron instrucciones para que
pudiera hacer la casa cada vez más grande y cómoda.
Poco a poco aquello fue cogiendo forma y empezaron a llegar cajas. Algunas venían
envueltas en abrazos y caricias, otras me hacían llorar y las mejores fueron aquellas
donde venían herramientas que me permitieron tirar algunas paredes, cortar la mala
hierba, fumigar todo tipo de insectos, tapar agujeros de ingenuidad y embellecer las
puertas. Recuerdo que fui feliz aquellos primeros años eligiendo cómo quería que fuese
mi casa.
El tiempo seguía pasando y algunos albañiles me abandonaron porque su trabajo había
terminado, ya me habían enseñado grandes lecciones. Me sorprendía como siendo tan
mayores, peinando canas y con la piel arrugada, podían abarcar tanto. Mi casa se inundó
entonces, pero una vez más, encontré la manera para seguir con la reforma.
Decidí que la sencillez sería la mejor opción para vestir mi casa. Tonos claros que dieran
luz, y algún punto de color que me hiciera sonreír. Quería alejarme de la oscuridad.
A menudo recibía visitas, y dentro de algunas habitaciones, llamaban a la puerta. Yo no
sabía quiénes eran aquellas personas.
Entonces me puse a leer el manual de instrucciones y encontré la respuesta; eran las
emociones. Conocí a la alegría que venía de la mano de la tristeza, el miedo y su mujer la
ansiedad, el aburrimiento, la envidia, la ilusión y una pequeña llamada ira que,
sorprendentemente, se hacía grande cuando fruncía el ceño. También llegó una señora
mayor llamada nostalgia y sus pequeños nietos, los recuerdos. Quien mejor me cayó fue
el amor, aunque nada más entrar me contó que en realidad era un sentimiento
acompañado de mucha decisión. Le seguía el desamor que traía un cartel dónde ponía:
“El desamor no llega cuando se acaba el amor, porque el amor de verdad no se acaba. El
desamor sólo te recuerda lo que no es amor, que a veces lo confundimos con obsesión”.
A todos los dejé pasar y les hice un hueco en mi pequeña casa. Elegí los mejores lugares
para aquellos que mejor me habían caído, y los que menos me convencían los puse en
habitaciones pequeñas en las que alguna vez tendría que entrar a coger algo. Me pareció
bien que en algún momento me saludaran y me recordaran que también estaban allí.
Han pasado más de veinte años y mi casa ha vivido muchas obras. La pobre alguna vez ha
sufrido grandes tormentas, aunque con trabajo y con toda la vecindad que tenía
alrededor, volvió a florecer. He tenido que sacrificar algunos muebles y cerrar cajones con
llave, pero me han regalado en estos últimos años cantidad de adornos y plantas
preciosas. Además, ha llegado un nuevo integrante y es curioso porque venía en tren y,
aunque nunca le había visto, tenía el lugar más especial de la casa. Era como si le
estuviera esperando toda la vida, y ahí está, llenando mi casa de colores vibrantes.
Entre reforma y reforma, mi casa se ha llenado de cuadros de conocimiento y escaleras
de caracol que llegan a balcones increíbles. A veces la descuido, y de tanto en tanto,
tengo que hacer una limpieza profunda porque se llena de polvo y casi no se puede ver.
Pero he aprendido que esta casita que me regalaron es lo mejor que tengo, siempre está
ahí acompañándome, y aunque alguna vez no me gusta cómo es y deseo cambiarla, es mi
casa. Y la amo, la respeto, y la cuidaré hasta el último día.
Porque esa casa, a la que hoy llamo hogar, es mi mente. Lo único que es y será para
siempre mío. Mi casa y mis emociones es el único regalo que de verdad me pertenece, lo
único que me llevaré de esta vida loca.
Precioso, como todo lo q escribes pero este me parece especial.