Una vez, hace muchos años, alguien a quien recuerdo de tanto en tanto, lanzó una pregunta al aire que, por aquel entonces, no supe entender. Supongo que fue mi temprana edad quien lo impidió, pero como todo lo que tiene importancia, se quedó en algún lugar de mi pensamiento y mucho, mucho tiempo después se hizo presente de nuevo.
“¿Te atreves a vivir o te limitas a sobrevivir?”
Mi eterna duda es saber si realmente exprimimos la vida o si es esta la que nos exprime a nosotros.
El que vive, sufre. Esto es así. Se llena de cicatrices derivadas de vivencias únicas que van dando sentido a la propia existencia. El que vive se esfuerza, decide y arriesga y, entre muchas pérdidas, finalmente gana.
Los del segundo grupo, aquellos que sólo sobreviven, se resignan, se limitan, se conforman. No les importa pasar de puntillas por un trabajo que no les haga vibrar durante toda su larga vida laboral, ni compartir sus días con cualquier relación barata y escasa a la que tendrán la osadía de llamar amor. Barata en sentimientos y escasa en calidad, claro. El resultado de vivir así es la pureza de llegar ilesos al final de camino. Impolutos.
Sin embargo, perderán también la oportunidad de crecer, de elegir su propio destino. Aquel que da la espalda al sufrimiento rechaza también la oportunidad de ser libre.
La única esperanza para ellos son los volantazos que a veces otorga la vida. Te arrebata de un plumazo aquello que das por hecho, te pone en la cuerda floja cuando crees estar en lo alto y te obliga, quieras o no, a priorizar. Crecemos ante la adversidad. Puedes pasarte largos años viendo el tiempo correr, retrocediendo para evitar el salto al abismo que tanto asusta, pero cuanto más cómodo sea tu espacio más te empujará la vida a salir de él. Y todo por querer sobrevivir, temiendo a vivir de verdad. Se llama terapia de choque, o como a mi más me gusta decirlo, cura de humildad.
Atreverte a vivir es llevar al miedo de la mano, haceros inseparables. Sabiendo que en los mejores momentos hará de las suyas llenándote la cabeza de ideas inexistentes que amargarán la dulzura del momento.
El miedo es ese que te sonríe de manera pícara cuando más feliz estás siendo advirtiéndote de que esa felicidad es finita, se disipará. Invade sin permiso tu cuerpo y te hace temblar y temer al mismo son. De lo que no nos damos cuenta, y esa es su ventaja, es que tener miedo nos hace fuertes. Si no tuviéramos nada que perder, si nuestra vida fuera un despropósito, o si nada nos pudiera dañar, ¿Qué seríamos? ¿Quiénes seríamos?
Cualquier cosa, pero no humanos. Nos han inculcado la persecución de la felicidad como objetivo vital y nos han engañado. Yo os diría que os hagáis amigos íntimos del miedo, cuantas mas veces aparezca, mejores momentos estaréis viviendo. Y no me refiero al miedo angustioso, ni al terror que uno a veces tiene que vivir para apreciar lo bello.
Me refiero a esa intranquilidad sana, a ese temor a perder los regalos de la vida. Me refiero a esa sensación que se apodera de ti cuando estás a punto de reventar los límites de la felicidad, esa que te dice que eres mortal. La sensación, que, al fin y al cabo, te hace libre.
Uno es libre cuando se puede ir por la misma puerta por la que vino, especialmente si puede hacerlo con la misma dignidad con la que entró. Disfrutad del miedo que os hace sentir afortunados hasta que la muerte os separe, queráis o no, estará siempre en la sombra haciendo su trabajo.
No le deis la espalda, pero estad siempre por encima de él para que no decida por vosotros.
Eso se consigue viviendo aquí y ahora porque la vida es hoy. Quien deja las cosas para después pierde la vida en cada intento.